El deseo suspendido

(Serie en desarrollo)

  • Los celos son una de esas pasiones humanas que nos recuerdan lo frágil de nuestra existencia. No son una emoción simple ni aislada, sino el resultado de un entretejido de experiencias internas. Cuando sentimos celos, es como si miráramos el alma en un espejo quebrado: en cada fragmento aparece una emoción distinta que, unida a las demás, compone un cuadro turbulento de nuestra condición humana.

    La rabia surge como una chispa defensiva, un impulso ardiente contra aquello que creemos que amenaza lo “nuestro”. Pero en el fondo, ¿no es la rabia más un miedo disfrazado que una fuerza protectora?

    Lo que verdaderamente late en el núcleo de los celos es el temor. Es el miedo a perder, a que el lazo que nos une al otro se deshilache, a que la promesa de exclusividad, tan ansiada como frágil, se desmorone en nuestras manos.

    Con los celos llega la tristeza, una sombra que tiñe de pérdida incluso antes de que esta sea real. Es la vivencia anticipada de un duelo, el peso de lo que creemos que se nos va.

    No hay celos sin inseguridad. Esa duda sobre la propia valía, sobre merecer o no el amor del otro, se convierte en el terreno fértil donde germina la sospecha. La inseguridad es el punto de partida de casi todas las pasiones dolorosas.

    El alma celosa no descansa. Se perturba, se agita, imagina escenarios sin descanso. Vivir los celos es habitar en la anticipación constante de un mal que quizá nunca llegue, pero que consume como si ya estuviera aquí.

    De la sospecha nace la desconfianza. La mente se convierte en juez y verdugo, siempre buscando pruebas invisibles. Bajo los celos, incluso la ternura del otro puede parecer un disfraz de traición.

    Y, al final, los celos nos devuelven a nosotros mismos en forma de humillación. Sentimos la herida de ser menos, de compararnos con quien creemos rival, de exponernos a la vergüenza de no ser suficiente.

    En los celos se revela la fragilidad del amor humano, siempre acompañado por el miedo a perderlo.